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Adiós a un guacarróquer: por Ángel Dorrego

Adiós a un guacarróquer

Adiós a un guacarróquer. El lunes amanecimos con la sorpresiva noticia del fallecimiento de Armando Vega Gil, nombre poco conocido para el mainstream del medio del espectáculo, pero imprescindible para entender el devenir del rock en nuestro país. Desgraciadamente, las circunstancias de su muerte van a generar muchísimos debates acerca de cómo se están llevando actualmente los asuntos públicos y privados en los nuevos medios de comunicación. Ojalá que por lo menos salga algo bueno de eso, después de que parece que somos incapaces de fijarnos límites en cuanto a nuestras consideraciones éticas en la época de la post verdad y todos actuamos con la supuesta superioridad moral de la corrección política.

Sin embargo, no me parece que, mientras todos están esperando que se empiece a disipar la polvareda del escándalo, dejemos de reflexionar acerca del legado de un verdadero artista. Vega Gil se describía como músico, escritor y fotógrafo. Sin demérito de su trabajo en las dos últimas actividades, me centraré en su trabajo como músico en la banda Botellita de Jerez, ya que creo que ése será su mayor legado. Y el punto trascendental se encuentra en los primeros trabajos de la Botella, cuando eran un trío de divertidos inadaptados con una propuesta auténticamente diferente y única.

El “Cucurrucucú” (su nombre de batalla) se juntó con el “Uyuyuy” (Sergio Arau) y el “Mastuerzo” (Francisco Barrios) y formaron la primer banda de guacarrock del mundo, porque ellos inventaron esta combinación de rocanrol con guacamole. Y como tal, su música era rocanrol clásico que de repente robaba sonidos, frases e idiosincrasia de la cultura popular mexicana, sin mayores rodeos y sin ninguna vergüenza, con una actitud que tenía una rebeldía que parecía punk. Fueron una propuesta que reivindicaba todo aquello que era considerado por la sociedad ochentera como digno de la gente que tenía el peor lugar en la escala social, lo considerado como pobre y de mal gusto. Era un grupo nacionalista que no negaba la hibridación cultural. Irreverente y divertido una década antes de que ése se volviera el canon a seguir tanto en la música como en el medio del espectáculo.

Pero lo cautivadoramente innovador se encontraba en su discurso. Interpretaban canciones acerca de ideas parecían descabelladas en ese momento, como un charro que tocaba rocanrol, insultaban a La Malinche y a sus seguidores modernos, lloraban porque se les fue El Santo al cielo, se mofaban de las bandas que tocaban en inglés escribiendo un tema en ese idioma en el que hilan cuanta marca comercial extranjera se les ocurrió, impresionantemente hicieron una canción divertida acerca de un caso como los que salían en el ¡Alarma!, ligaban preguntando por la hora de ir al pan y mandaban a Satán al averno utilizando el doble sentido que todavía era cosa de gente corriente. Todo esto con el sólido silogismo de que “si lo mexicano es naco, y lo mexicano es chido, entonces verdad de dios, todo lo naco es chido”.

Sin embargo, jamás se les abrieron las puertas de la popularidad, incluso cuando las tocaron mucho. El monopolio televisivo de la época fue incapaz de entender un proyecto revolucionario, y prefirió seguir abyecto mientras mostraba presuntos artistas utilizando playback, llenándonos toda la tarde del domingo con sus inigualables talentos para el lip-sync. Hubiera sido bueno ver sus entretenidas actuaciones en vivo, que se llenaban de humor y de sátira en una interacción químicamente pura entre gente que logra hacer una propuesta a partir de la aportación de ideas a un todo en común. En este caso, un todo en común que a la vez fue tan cómico como reflexivo. A pesar de esto, el premio no vino en la fama, sino en la trascendencia. Una década después, una ola de bandas nacionales ya no tenía el menor miedo a mostrar sus raíces sonoras y discursivas mezcladas con la contracultura de la civilización occidental. Para poner un ejemplo, Café Tacvba, por mostrar sólo un botón, aunque si escuchamos el rock nacional a finales de los años ochenta y principios de los noventa, esta influencia es clara en casi cada álbum. Sin ellos no podríamos entender esta mezcla cultural que le dio expresión a más de una generación, moldeando un estilo de hacer rock con denominación de origen.

Hubo tres guacarróquers originales, tres más que sostuvieron la bandera con dignidad en otras etapas y una pequeña horda de gente que, al enamorarse de su propuesta, ya jamás la soltó. Hoy, que vivimos en una época donde los ricos son más ricos y los pobres más marginados, donde lo que se propuso desde abajo ahora es ocupado por los de arriba sin utilizar la referencia correspondiente, sin pagar renta ni tributo, donde lo que somos todos se pierde en el mar de lo que cada uno sueña ser. Nos vendrían bien más guacarróquers. Pero al contrario, hemos perdido uno. Uno muy original. Adiós guacarróquer.

Educación

Por Ángel Dorrego

Analista, consultor y asesor político. Especializado en temas de seguridad y protección civil. Licenciado en Ciencias Políticas y Administración Pública por la Universidad Nacional Autónoma de México, Maestro en Estudios en Relaciones Internacionales también por la UNAM. Cuenta con experiencia como asesor de evaluación educativa en México y el extranjero, funcionario público de protección civil y consultor para iniciativas legislativas.
Correo para el público: adorregor@gmail.com